Mi mujer es verdaderamente muy puta. No es moco de pavo confesar algo de esta forma públicamente, tienen la posibilidad de creerme. Menos aún en el momento en que lo he visto gozar como una perra mientras que era follada por el resto enfrente de mis ojos. Y que he gozado con esto. Pero permítanme que les cuente. Todo comenzó hace ahora unos meses, en el momento en que le dio para caminar por la vivienda, fuera como fuera la hora del día, en lencería, generalmente con provocadora lencería, pequeños tanguitas que solamente le cubrían los labios del coño y dejaban al descubierto todo lo demás. Después, un óptimo día, se depiló absolutamente el pubis, dejándose el coño liso y pelado como el de una lactante. Más allá de que debo aceptar que transcurrido un tiempo me he habituado e inclusive en este momento lo quiero y disfruto bastante, en el momento en que la vi de este modo por vez primera me sorprendió que podría haber sido con la capacidad de realizar determinada cosa (cuando menos esto pensaba yo en aquella temporada) solo hacen las rameras y las actrices porno. Desde ahí la situación fue decayendo pausadamente. En ocasiones, solo llegar a casa de vuelta del trabajo me recibía contenta y mimosa, vestida con tan solo un minúsculo tangueta y una camisa de reposar transparente donde se marcaban puntiagudos sus excitados pezones. Mientras que me preguntaba de qué forma me había ido el día se me echaba encima, se frotaba sensualmente contra mí, me lamía el cuello y me besaba. Yo acostumbraba a responder evasivo, me la sacaba de encima aduciendo estar fatigado tras la jornada de trabajo y me dirigía a la habitación para mudarme de ropa.
Asimismo comenzó a ingresar en el baño mientras que me duchaba y meterse desviste conmigo en la cabina. En la mayoría de los casos empezaba con jocitos inocentes, tonteando como una pequeña, restregando los pechos contra el pelo de mi pecho y cogiendo juguetona mi pene con una de sus manitas hacia la otra frotármelo con la esponja. Pero en otras oportunidades era mucho más directa, se arrodillaba de forma directa enfrente de mí y comenzaba a darme lengüetazos a la verga ahora los huevos, me cogía sin remilgos la poronga y se la introducía entera en la boca para seguir a mamarme- la con verídica ansia. La mayoria de las veces contrariado, la sacaba de la cabina, riñándola por ser tan pesada, estar malgastando el agua ardiente y aducía no caber a los dos en la insignificante ducha. Y claro, prácticamente todas las noches deseaba sexo. Antes de irnos a la cama iba junto a mí al sofá, muy rápida de ropa, mientras que me hallaba observando la televisión y comenzaba a tocarme, a besarme intentando encontrar mi boca y deseando meter su lengua ágil. En el momento en que le empujaba de lado y le solicitaba que me dejase relajado ver el software se marcha que, tras hundirle 2 dedos en el coño y comenzar a palleárselo al unísono que con la yema del dedo pulgar apretaba y hacía masajes sobre el clítoris, explotara en un fuerte orgasmo que le arrancaron imparables chillidos de exitación. Estos son varios de los síntomas a los que me refería antes. Pero yo, por lo menos a lo largo de los primeros meses, no les daba mayor relevancia. Todo lo mencionado atribuía a un fácil deseo de llamar la atención, a algún calentamiento momentáneo, quizás un conflicto hormonal transitorio o una necesidad de asegurar su feminidad en un instante de su historia en el que se proponía algunas inquietudes. Estupideces propias de las mujeres, me afirmaba. Además de esto, por mi parte, estando ahora metido en mi quinta década de vida, tras prácticamente veinte años de matrimonio, con la rutina día tras día y los inconvenientes en el trabajo debo aceptar que recientemente mi libido se encontraba, afirmemos, una algo dormida. Dulce, mi mujer, es ocho años mucho más joven que yo, una mujer bella, coqueta y muy femenina. Si bien es mucho más bien baja y físicamente puede no parecer increíble a primer aspecto, tiene un bonito rostro, con una boca de labios sexys y ojos de zorrilla mirada, y un cuerpo muy deseable que pese a su edad ahora madura se guarda estable y apretado . Quizás el hecho de no haber tenido hijos haya propiciado que sus senos, las piernas o el bonito trasero logren todavía rivalizar con los de cualquier muchacha de veinte años.